erótica
Reina Del Cielo
Chapter 28
Regreso de un expresidiario
En la mañana de un sábado, el sonido de alguien tocando la puerta inundó el lugar.
—¡¿Quién pidió comida a domicilio?! —preguntó Miguel, quien andaba por la sala, usando ropa interior de mujer.
La respuesta fue la misma:
—Yo no.
Omar y Rebeka estaban por subir las escaleras, mientras que Liz se encontraba en el cuarto del fondo.
Rebeka no tenía intenciones de levantarse de la cama, ya que Miguel estaba cerca de la puerta de entrada. Para su conveniencia, decidió animarle a que abriera, para después reírse con su novio, después de todo, sabía cómo estaba vestido el chico.
Tan pronto se escuchó la puerta de en frente siendo abierta, un alarmante sonido se hizo presente y junto a los gritos de alguien enojado, se pudo escuchar a Miguel reclamando:
—¡¿Qué te pasa?! viejo de mierda
Ante la conmoción que se escuchaba en la sala de espera, Rebeka saltó de la cama y bajó las escaleras junto a Omar.
Miguel se estaba aguantando la cara, como si le hubieran golpeado al punto de hacerlo sangrar, y de una manera u otra, su postura se veía defensiva, solo que, al tener las prendas interiores de una mujer, no lucía tan intimidante. En el otro lado, había un señor mayor, de constitución flaca, casi sin cabellos en la cabeza, con canas en la barba, usando una chaqueta de cuero vieja, un pantalón de vestir y una camiseta blanca.
Si hubiera una palabra para describir lo que Rebeka pudo sentir al ver la apariencia del sujeto que entraba en aquel momento, tal vez se quedaría pequeña.
Omar, quien estaba desnudo, se interpuso en medio de su amigo y el señor mayor, con la intención de calmar la situación.
Rebeka se quedó callada y respiró hondo unas cuantas veces. Mientras que Lizandra, un tanto más pudoroso, por estar desnuda ante un extraño, se quedó en el cuadro de atrás, tan solo asomó la cabeza y preguntó qué sucedía.
El señor veía a dos chicos manganzones, una casa cuyo exterior había sido pintado de rosado, una sala con mesa de billar, cámaras sobre trípodes y luces de estudio. También vio a su hija desnuda, mirándole con ojos de confusión. Una hija con la cual no sabía si estar feliz o furioso de ver cómo estaba en ese momento. Desde su punto de vista y en los últimos dos meses, sin importar cuánto llamara, nadie contestaba nunca al teléfono y ahora que veía la casa, ni siquiera tenía el teléfono instalado donde debía estar.
Al ver que el sujeto hacía contacto visual con su novia, Omar preguntó:
—Bebé, ¿Quién es él?
¿Acaso Rebeka lo reconocía? La respuesta es que sí, por esa razón era que no podía decir nada. En su interior lo estaba negando, no quería que fuera verdad, prefería que todo fuese un sueño de mal gusto.
Buscando algo que tomar con sus manos para golpear aún más duro, Miguel agregó:
—¿¡Dame una buena razón para no devolverle la trompada que me dio!?
—Soy Jharol, esta es mi casa y ella mi hija ¡travesti de pacotilla! — Le dijo, tras señalar con su dedo al joven que le había pedido una razón para no darle un golpe.
El sujeto apuntó a su hija y le preguntó enfurecido: — Rebeka ¿Acaso esto es un antro de perdición? ¡Tu madre se muere! y soy el último que se entera… ¡Estoy tan decepcionado de ti que no sé si seguir reconociéndote como mi hija!
Luego de entender que quien estaba ahí era el padre de su novia, Omar se mantuvo callado, Miguel dejó de sostener lo que estaba cargando y Lizandra salió del cuarto del fondo, con prendas para que su chico se cambiara.
—¡Yo sí que sé! No te reconozco como padre y por eso no ando gritando a la gente —dijo Rebeka con tono de seriedad—. Ahora que te veo… gritando, golpeando y exigiendo cosas ¿Por qué no hiciste eso antes de caer preso? ¿A qué viniste, Jharol? ¿Qué quieres?
Las palabras de Rebeka no solo estaban dirigidas al comportamiento de su padre. Ella era diferente, no tenía ataduras, había dejado las cosas innecesarias como lo era la familia, con tal de poder vivir su vida. En cambio, Jharol, su padre, era la sombra del hombre que fue, con 42 años era un exconvicto, con la cabeza rapada, de mirada seria, para nada respetuoso con otros y abría su boca para demandar cosas que le pertenecían.
Como quien regresaba a sus cabales, Jharol se detuvo, respiró bien hondo y conteniendo la rabia que tenía dentro, agregó las siguientes palabras:
—Quiero una segunda oportunidad. — Ante la quebrada actitud de alguien subido en años, los tres jóvenes respiraron con profundidad. Incluso Miguel, sintió lástima por la situación del padre de su amiga, tanta así que decidió pasar por alto el puñetazo y la ofensa. — No quería creer que tu mamá nos dejó, por un momento creí que ella estaría en casa para recibirme y que tú estarías en la escuela como lo haces todos los sábados para poder obtener mejores notas. Pero lo vi a él y no supe qué creer. Muchas cosas han cambiado, y al parecer me las perdí todas ¿No me vas a presentar a tu amigo?
—Mi novio y marido aquí presente, se llama Omar y es hijo de quien te encarceló. Ella es Lizandra y a quien acabas de pegar se llama Miguel, los dos son hijos de senadores que también te apuñalaron por la espalda.
Jharol miro a los tres jóvenes con ojos bien abiertos, como si no pudiera entender por qué su hija se relaciona con semejantes individuos. Aún más decepcionado, se disculpó con Miguel por lo que había hecho y se presentó a su manera, sin saber qué decir o hablar después. Pero no se pudo quedar callado por mucho tiempo:
—Rebeka, creo que “marido” y “novio” son palabras muy fuertes para ser usadas por una jovencita como tú.
A Jharol se le había palidecido la piel ante la noticia. Pero, en contraste, las expresiones faciales de Rebeka se oscurecieron.
Aunque Omar no estaba en desacuerdo con las palabras del suegro, ya se culpaba de muchas cosas y creía no ser suficientemente digno para ella, a quien tanto le había costado levantar la autoestima de su novio, por lo que, no era nada gracioso que alguien más la rompiera así de fácil.
Después de notar las señales de advertencia en la cara de su hija, Jharol guardó silencio, ya que no era el mejor camino para acercarse a su hija, quien ya estaba más que distante.
Los presentes notaron que el sujeto estaba tratando de hacer lo mejor posible y de aplicar su autoridad, como adulto que era. Pero como jóvenes, ya habían llegado a la conclusión que el mundo era tan caótico por los adultos que lo componían.
—Para que haga lo que “está bien” en esta sociedad tan equivocada, para que tome el camino “más correcto” entre tantas ratas. Ahora que aprendí a valorar mi libertad, tendría que nacer de nuevo. ¿Acaso no entiendes? —dijo Rebeka.
Como si llegara a la conclusión que no podía educar a la mujer que estaba de pie en frente de él, Jharol bajo la mirada. Estaba preguntándose cómo era que las cosas se le habían salido tanto de las manos. ¿Por qué no tenía autoridad como padre? A punto de romper en llanto, el hombre al que dejaron salir de la cárcel cuando nada le quedaba, decidió apretar sus ojos, con tal de no llorar. Desde su punto de vista, la familia de Omar se lo había quitado todo y ahora también le habían arrebatado a su hija. Decir que, de tal padre tal hijo, pondría en la misma categoría a su hija, pero, de todas maneras, no se consideraba culpable por los crímenes que le condenaron. En un arranque de ira, como un tigre enfurecido, el padre atacó a quien tenía adelante y tomó por el cuello a Omar.
Tanto Rebeka como Lizandra, no pudieron hacer más que gritar:
—¡Suéltalo!
Miguel se cruzó de brazos y mostró rabia en su rostro. Dentro de su código moral, dos contra uno no era justo, al menos no hasta que tocara su turno de intervenir. Omar era quien era y tenía la reputación que tenía en la escuela, por ser el victorioso de muchas peleas. La diferencia de edades estaba de más, así que, de cierta manera, la confrontación debía ser un caos controlado.
Sorprendido por la agresividad del padre de su novia, Omar intentó zafarse sin hacerle daño, pero sin darse cuenta, se resbaló y cayó al suelo, tras ser empujado por alguien más pequeño en estatura.
El sonido de la cabeza de Omar dando contra la esquina de la meseta, sonó como lo hacía un coco al caer y romperse.
Miguel se quedó perplejo y aunque Rebeka y Lizandra estaban tratando de quitar a Jharol, quien estaba encima de Omar, él intervino y le dio una potente patada que lo arrojó a un lado.
—¡No juegues así conmigo! —reclamó Miguel, luego de mirar a su amigo en el suelo. — Dejaste que un viejo te tumbara al suelo ¡¿Qué coño te está pasando Omar?!
Rebeka fue en contra de Miguel, primero, porque no entendía la razón por la que tenía que gritarle a su amigo y, segundo, por no haberle ayudado desde un principio.
—¡No ves que no duerme ni come bien desde que mi madre murió! — aseguró Rebeka, para defender a su amado, quien aparte de su madre, había sido el único en apoyarla incondicionalmente.
—¡Jharol! —exclamó Lizandra— Estas no son maneras.
—¡¿Quién te crees?! maldita ramera —dijo el sujeto, quien se levantó del suelo con intenciones de seguir peleando—¡Esta es mi casa y hago lo que me da la gana!
Miguel tomó una bola de billar y la arrojó tan duro como sus fuerzas le permitieron, apuntando contra el rostro del sujeto que le había gritado a su chica.
Jharol recibió el duro impacto en su pecho. Sus reflejos no fueron suficientes para esquivar el objeto lanzado a tan corta distancia.
—No te atrevas a gritarle nuevamente a mi chica.
Luego de escuchar las palabras del otro joven, Jharol vio cómo la esfera cayó al suelo, al mismo tiempo que sentía como todo el aire se le había ido de los pulmones.
Omar no perdió el conocimiento, pero sí se veía con el rostro adolorido, mientras se llevaba la mano a la cabeza.
Rebeka miraba a su chico y trataba de hacer algo, pero a la vez no sabía qué hacer. Tan pronto vio como dejó de sostenerse la cabeza, sintió cómo los pies se le aflojaron, al ver sangre en la palma de la mano. Para ella, era mucha y no dejaba de fluir.
—¡Tenemos que llevar a Omar al hospital, llama a las autoridades! —dijo Rebeka, histérica, para luego dirigir la mirada a su padre y gritar: — Te odio… No haces nada para mejorar mi vida y por más que te esfuerces lo echas todo a perder. ¡¿No te das cuenta?! Estúpido, político de mierda ¡Te crees que eres bueno, pero no, eres igual a todos… ¡La realidad fue que no tuviste la oportunidad!
Ante la respuesta de su hija, Jharol se olvidó del dolor que tenía en el pecho y levantó la mano opuesta con la intención de golpearla, pero ella se le enfrentó aún más y mirándole a los ojos, le dijo:
—¡Atrévete!
La mirada encendida de Rebeka lo decía todo. Con los dientes afuera y los ojos bien abiertos, si recibía un golpe, podía golpear de vuelta con igual o mayor agresividad y estaba bien dispuesta a hacerlo.
—¡Suficiente! —gritó Omar, como si quisiera aguantar el dolor de cabeza que tenía. — No fue culpa de tu padre. Sin querer me resbalé y caí. Lo siento Miguel, pero esto es un problema que no te incumbe, al igual, que a Lizandra. Déjennos solos, a Rebeka, Jharol y a mí.
Después de entender lo que implicaban las palabras de Omar, los dos jóvenes procedieron a vestirse en silencio y tan pronto se arreglaron, salieron de la casa.
Jharol se quedó mirando a su hija a los ojos sin decir nada, desafiando con darle con su mano amenazante, que aún tenía levantada. Aunque se creía con el derecho, no lo tenía y lo sabía. Aun así, permitir a su hija que se le enfrentara, le gritara y faltará al respeto, hacía que la sangre le hirviera.
—¿Estás seguro? —dijo Lizandra antes de salir, preocupada por si estaba tomando la decisión correcta o no. Después de todo, los amigos se tienen que quedar cuando los tiempos se hacen más difíciles.
—No es la primera vez que se rompe la cabeza —agregó Miguel como quien le restaba importancia al asunto. —Si sucede algo, me haces saber, Omar. Haré que mi padre se encargue.
—Rebeka, por favor, acompáñame al baño. Debo lavarme. Si tienes goma de pegar, todo estará bien.
—¡¿Qué dices?! ¡Acaso no ves! Estás sangrando mucho ¡Tenemos que llevarte a un hospital! Tenemos dinero para pagar los gastos, ¡tienen que chequearte!
—No podemos ir al hospital —dijo Omar con tono cansado—. Me harán reportar la forma en la que recibí la herida y con las autoridades delante, no podré mentir. Solo ayúdame a llegar al baño, ¿sí?
—¡Este tipo no se lo merece! Es por su culpa que estás así, —reclamó Rebeka alterada.
—Me respetas —dijo Jharol entre dientes.
—No te enfades con él —mencionó Omar, tratando de dar una falsa sonrisa.
Jharol había tenido la idea de acabar con la vida de Omar, Lizandra y Miguel con tal de liberar a su hija de las cadenas que le ataban, se dio cuenta de que tan solo era un humano. No tenía las fuerzas suficientes para acabar con la vida de alguien con sus propias manos, tampoco la voluntad para matar quien no luchaba en su defensa. La cárcel lo había cambiado, pero no lo suficiente para ser un asesino.
El padre se quedó en el lugar y vio cómo su hija ayudaba al novio a subir las escaleras para ir al baño.
Indignada, insultada y bien irritada, Rebeka ayudó a enjuagar la cabeza a su novio. El agua fría que salía de la ducha, se llevó consigo la sangre que se pegaba en los cabellos negros, haciendo que pequeños coágulos cayeran entre las losas del suelo. Tras ver dos capas de piel que conformaban una herida abierta que aún sangraba, siguió las instrucciones de su amado.
—Busca unas tijeras. Vas a tener que cortar el pelo en el área, para después afeitarme esa parte de la cabeza —ordenó Omar.
Los temblores de las manos de Rebeka se podrían asemejar a los retortijones de estómago que sentía al ver cómo escurría la sangre en una herida abierta. Más impresionante era ver el color blanco del cráneo de Omar. Con más dudas que determinación, aguantaba la respiración y procedía con los movimientos de sus tijeras, entre las quejas de dolor de su novio, que hacía todo lo posible para mantenerse de pie y mirar hacia abajo. Rebeka hizo lo mejor que pudo, con todo lo que él le había mandado a hacer.
En el suelo de la bañera, la sangre se mezcló con mechones de cabello y el agua que aún corría.
Cuando todos los cabellos del área estaban bien cortados, al punto en el que quedaba la piel expuesta, Rebeka pensó:
«Se ve bien feo. Casi dos pulgadas de tamaño y aunque es menos, aún sangra. No creo que sea buena idea poner goma de pegar en la piel de alguien, no sé de dónde sacó semejante idea… pero como lo ha dicho todo con tanta confianza, no he tenido tiempo para decirle nada. Claramente, una herida como esta necesita puntos de sutura, la evaluación de un especialista y el cuidado de un hospital, si se infecta, no llegaremos a ningún lugar. Con la cabeza no se juega…».
—Dale — manifestó Omar, quien notó que Rebeka estaba titubeando en cumplir con el último paso. — Antes que siga sangrando, vierte el alcohol que uso para afeitarme la cara, seca con una toalla y sin dejar que siga saliendo sangre, aplica la goma. Para que trabaje bien, debes ponerla sobre la piel en forma de puntos y asegurarte que no se despegue.
Omar, dando instrucciones bien convincentes y siendo el único que preservaba la calma en ese momento, logró hacer que Rebeka terminara el trabajo y vendará su cabeza.
—No creo que sea suficiente. Pon otras dos capas de goma, hasta que puedas quitar los dedos y que la carne no se despegue. Ya con esto todo estará listo y resuelto. Puedes estar orgullosa de ti. Eres toda una cirujana.
A pesar del cumplido, Rebeka no estaba para nada contenta. Su cara aún se mostraba tensa, sus manos temblaban y sentía el estómago encogido. «Esto no es un juego Omar, la cabeza es delicada y cualquier golpe en ella puede ser fatal». Era lo que quería decir, pero no encontraba el valor.
De buenas a primeras, Omar intentó ponerse de pie y en el proceso perdió el equilibrio por un instante, pero alcanzó a disimular al aguantarse de la pared. Pero Rebeka lo notó y ante la oportunidad de no quedarse callada, decidió decir algo:
—Omar…
—Creo que me vendría bien una de las pastillas para el dolor —dijo Omar, interrumpiendo a su novia—. Ahora que la sangre se me enfría, siento como si me doliera más. Escúchame bien Rebeka, no pienso ir al hospital.
—Pero, como que no, tienes que ir…
—¡Ahh! Te dije ya que ¡no! — Omar levantó su voz.
«¿Me gritó?». Rebeka se quedó pasmada. «¡Me gritó! Nunca lo había hecho. Tiene razón en que estoy siendo insistente al sugerir nuevamente ir al hospital, tiene que estar irritado, tal vez en verdad debe descansar. Sí, debo ir a traer las medicinas».
—Está bien mi amor —dijo Rebeka, conteniendo las ganas de llorar, no le gustaba que esas personas con las que se sentía en deuda se disgustaran con ella. Había sido abandonada por su padre cuando pequeña y por alguna razón, el miedo de volver a ser abandonada, regresaba para poseerla. — Voy a traer las pastillas… Déjame ayudarte a ir a la cama para que te acuestes y así descanses.
—Lo siento, no fue mi intención gritar… — reflexionó Omar, bajando el tono de su voz. —No tengo deseos de acostarme en la cama. Déjame aquí por un momento. No te preocupes más por mí, estoy bien.
Rebeka dio una última mirada al baño antes de bajar por las escalares a buscar lo que debía traer. La escena le dejaba una mala impresión, el piso todo lleno de sangre, su novio pálido, tijeras, toallas y cabellos por todos lados. Ella quería que todo saliera bien y que no pasara nada malo, pero entendió que debía poner de su parte y cumplir al pie de la letra con lo que su chico demandaba.
Tras bajar por las escaleras hacia la cocina, Rebeka vio a su padre sentado en la mesa, frente a la computadora que Omar había ensamblado, que constantemente tenía activo un programa de reconocimiento. Ella pudo ver en el rostro de su padre la cara de alguien que observaba algo que no podía creer, también se podía escuchar el sonido del video en el que ella estaba a solas con Lizandra.
—En qué me he equivocado, Dios mío —fueron las palabras de Jharol.
Rebeka vio como su padre la escuchó y en respuesta volteó su rostro, para mirar a su hija con lágrimas en los ojos. La decepción estaba reflejada en su rostro y antes que abriera la boca, Rebeka lo detuvo.
—No quiero que me dirijas la palabra. Debiste haberte muerto. — Con palabras hirientes, Rebeka no pretendía quedarse callada —Agrediste a mi amigo, después arrojaste a mi novio contra la mesa y le rompiste la cabeza. Le gritaste a mi amiga, y, aun así, Omar, Lizandra, Miguel y yo, no hemos querido denunciarte para no mandarte de vuelta a la cárcel. Después de todo este tiempo y lo que me has hecho pasar… tú, menos que nadie, tiene derecho a juzgarme. ¿Está claro? Hoy puedes quedarte a dormir en la sala, pero mañana a primera hora, te pido que te marches y firmes los papeles con los cuales renuncias a tu apellido. Esta casa no es tuya, yo la pagué con el dinero que me gané. Las deudas médicas, bancarias y hasta de tu prisión, también están pagadas con el mismo dinero. No pienso permitir que sigas usando mi apellido, con tal de seguir haciendo cosas como esta y hundirme. Si vivir como la hija de un asesino fue un sufrimiento en esta sociedad, bienvenido sea vivir la vida del padre de una actriz porno.
Jharol soltó al aire tres carcajadas, que se convirtieron en llanto.
—De no dejarme pasar la noche, en esta, tu casa… las autoridades hubieran revertido mi condicional. —
—Te dieron la salida porque mi madre murió. Apelaste para cuidarme, ya que ella no podría seguirlo haciendo —argumentó Rebeka. —. Pero no necesito de tus cuidados. Tampoco te quiero en el cuarto de ella, esta noche tal vez tenga que trabajar y esa es mi sala de cámaras. Yo hago porno y vendo mis videos en línea, eso es lo que hace tu hija y lo disfruto con orgullo.
—¿Así has logrado pagar las deudas que cargaba la familia? —preguntó Jharol, quien no podía creer lo que escuchaba. Según recordaba, las deudas eran muchas y con el tiempo, los intereses subían, lo que significaba que su hija había tenido que vender su cuerpo de una manera exhaustiva. Con lentitud y la mirada en el suelo, Jharol se levantó de la mesa, fue a la sala y se sentó en el suelo.
Al sentir a su novio vomitando en el baño, Rebeka decidió terminar de hacer lo que había comenzado, sin distraerse más. Tan pronto como pudo, tomó las pastillas y un vaso de agua, subió por las escaleras para escuchar la voz de Omar, que, al parecer, hablaba consigo mismo.
—Estoy bien, no es nada, estoy bien… —dijo, sonando un poco lento, tratando de mantener en equilibrio el peso de su cuerpo y tirar de la cadena para descargar el sanitario, sin caerse.
—Mi cielo, aquí tienes… —dijo Rebeka, tras sentarse al lado de su novio y ofrecerle las pastillas y agua en un vaso.
Rebeka ayudó a que Omar se tomara el medicamento para el dolor.
Con el último trago de agua, el chico dijo:
—En un rato estaré bien, no te preocupes.
Sin intenciones de querer seguir insistiendo en ir al hospital o discutir con su padre, Rebeka decidió invertir sus esfuerzos en limpiar el suelo del baño y en ayudar a Omar a que se cambiara.
Para Jharol, quien se había sentado en el suelo de la sala, la noche hizo su presencia por la ventana. Regresó al presente tan pronto sintió el olor de algo comestible. El padre atormentado por la realidad, bajó su cabeza y vio a su hija haciendo los quehaceres domésticos de la cocina.
Tal vez por hambre o por no tener deseos de esperar a que estuviera listos lo que hacía, Rebeka agarró un trozo de pan y se lo llevó a la boca, como quien disfrutaba comer algo rico.
Ante la visión de semejante gesto, al padre se le volvieron a aguar los ojos. El pan era la comida favorita de su difunta mujer, más cuando estaba recién horneado. Arrastrándose con sus pies para levantar su cuerpo sobre el suelo, Jharol intentó respirar hondo, con tal de no llorar, pero el olor de lo que era un hogar, le partió el corazón. El dolor en su pecho, resultado de la bola de billar que el otro chico le aventó, no le dejó expandir mucho sus pulmones, aun así, no se comparaba con la incómoda sensación que le hacía temblar la respiración.
—Tu madre solía hacer lo mismo cuando comía pedazos de pan.
Rebeka escuchó la desilusionada voz de su padre hablándole desde atrás. Por más que lo quería negar, él tenía razón. Cuando era más pequeña y se levantaba por las mañanas con el glorioso aroma del pan recién horneado, recordaba una rutina habitual, justo antes del desayuno. Su padre, un exitoso y carismático empresario del momento, hablaba de noticias y cosas interesantes que estaban planificadas para ser cambiadas, mientras su madre lo escuchaba y bebía un café con leche. A Rebeka le gustaba sentarse sobre la mesa, cosa que su padre no dudaba en permitir, para complacer a su niña pequeña, aunque fuese algo peligroso. Ahí, los dos esperaban a que Soe sacará el pan del horno para comerlo con huevos y tocino. El cuadro de la familia perfecta se cayó al suelo y se quebró en mil pedazos.