Chapter 3
Quién soy
Junto al intranquilo sonido del despertador, Rebeka abrió sus ojos y estiró su cuerpo sobre las sábanas de una acogedora cama. Como todas las mañanas, extendió su brazo para apagar el teléfono que, aunque se estaba cargando, no dejaba de sonar persistentemente.
«No importa que use la melodía de mi música favorita, al final, siempre termino sufriendo tan pronto regreso a la realidad», pensaba ella, ya un tanto más despierta, al darse cuenta que no llevaba ropa puesta, ni siquiera las prendas más íntimas que siempre usaba.
Aún acostada boca abajo en su cama, al alzar su cabeza, Rebeka vio entre sus cabellos despeinados el resultado de una noche intranquila. Un bulto de almohadas apiladas que simulaban la anatomía del cuerpo de un hombre se encontraba en el lado opuesto de la cama, junto a los muñecos, mantas y demás sábanas. Sobre el montículo sobresalía algo creado previamente por medias enrolladas al exterior de un lapicero, que a su vez quedaban dentro de un profiláctico, que tenía un nudo en el extremo opuesto.
—¡Aaah! Otro maldito día ¿acaso el invasivo estrés de la rutina no puede tocar más puntual a la puerta de mi vida?
Ya más despierta que antes, Rebeka se volteó boca arriba y miró el techo de su cuarto. Podría decirse que ese dormitorio era normal para una chica que estaba a punto de cumplir veintiún años. El lugar no era muy pequeño, pero tampoco lo suficientemente espacioso como para que tuviera todo lo que quería, que incluían cosas indispensables para alguien de su edad.
Ella quería tener muchos más libreros dentro de su habitación para colocar sus obras favoritas, esas que literalmente la hicieron correr, sentirse viva, experimentar sentimientos y dejar su vida aburrida atrás y que ahora estaban debajo de su cama, amontonadas, entre la oscuridad y el polvo.
La habitación tenía una pequeña mesa con varias gavetas, ubicada justo al lado de la ventana. Pegada a la pared, encima de la madera, se encontraba un espejo redondo con varias luces que se podían encender y apagar. Había algún accesorio de maquillaje, varias libretas, una laptop cargando, materiales escolares como lápices, borradores y marcadores. Se visualizaba una silla de escritorio frente a la mesa. En la otra pared se encontraban las puertas corredizas del escaparate que estaba pegado a un librero, lo que le hacía ver más grande e imponente. El librero cargaba muchas obras de distintos títulos, pocos adornos y unos pisapapeles.
—Rebeka —se dijo en voz alta—, eres una estudiante de duodécimo grado, tienes que ser responsable, levántate, no debes llegar tarde. ¡Ahh! Pero, necesito sentir la leche de mi macho golpeando el fondo de mi garganta o algo así ¡¿Por qué será que no sucede nada interesante en mi vida como pasa en los libros?!
Con este pensamiento en mente, Rebeka miró hacia el consolador que rústicamente había fabricado la noche anterior en un acto de desesperación. La habitación estaba sumergida por penumbras y sobre la cama, todo lo que existía eran almohadas, sábanas y peluches amontonados. Que no hubiera alguien de carne y hueso, una persona que respirara, que le diera los buenos días y le hiciera sentir apreciada, le causaba melancolía.
«Dormir puede aliviar los pesares del corazón, pero me encuentro sufriendo más en mis pensamientos que en mis sueños», se dijo, con una sonrisa amargada y ojos que estaban a punto de llorar. «Quiero seguir durmiendo, no por un rato… ¡Quiero dormir y no despertar jamás! Es todo lo que pido en compensación por mi sufrimiento. Pero, a quién quiero engañar. Esa no es la solución. Si quiero encontrar algo bueno, tendré que buscarlo. La vida no me lo va a dar, así sin más».
Como Rebeka tenía la costumbre de dormir sobre su lado izquierdo, se acomodó y tendió su brazo derecho sobre el bulto de almohadas. Aunque estaba despierta, no se sentía lo suficientemente motivada como para levantarse. Sin importar cuantas vueltas le diera al día que estaba por comenzar, volvía a reír de forma amargada. Una presión en su pecho parecía apoderarse de su corazón y retorcerle la boca del estómago. Abrazó con más fuerza al bulto que simulaba ser una persona, trató de lavar la soledad de su cuerpo, pero el intento fue en vano.
«¿Qué sentido tiene seguir viviendo una vida tan miserable como la mía? se preguntó, con actitud cansada. La presión sobre mis hombros está en constante aumento. Las exigencias que la sociedad me impone son mucho mayores con cada día que transcurre, por no comenzar a decir las molestias propias de ser mujer en un mundo como este. Tener que seguir normas sociales y patrones de conducta, ser tratada como menos importante o hasta irrelevante, mantener la distancia con los hombres, ser educada y dar el ejemplo en todo, para ni siquiera recibir los mismos elogios que alguien que hace la mitad de mi trabajo. ¡Literalmente, que se vaya a la mierda todo este mundo!».
Entre la tristeza que se estaba convirtiendo en enojo, sintió dentro de sus piernas una leve calentura. Tenía la cabeza colocada sobre el montículo de almohadas y sábanas y al abrir los ojos pudo ver la rústica imitación de pene que había inventado, que tenía pequeñas irregularidades, porque el relleno se había desplazado un poco fuera de su lugar. Con su mano derecha sostuvo el artículo y se lo llevó a la boca para pasarle la lengua y chuparle con deseo, mientras que con la izquierda se enfocó en avivar las chispas que sentía en su zona más íntima, con la intención de convertirlas en flama.
Mientras chupaba y absorbía el profiláctico relleno, deslizó los dedos entre sus piernas.
«Algo más también puede aliviar los pesares de mi corazón. Mmm… que rica esta sensación, la calentura que estoy sintiendo», pensó. «Pero no, tengo que levantarme. Masturbarme en este momento tan solo contribuirá a que me sienta peor más adelante. Por si fuera poco, el cuerpo tiene que descansar y por este mismo desvío de mi mente no pude dormir las ocho horas que necesito para no levantarme de mal humor como ahora. Además, una vez que empiezo no sé cuándo puedo terminar… cada vez me cuesta más y más poder llegar al clímax».
«Si, por ejemplo, llegó tarde a la primera clase y alguno de los instructores nota mi falta, en ese momento exigiría una reunión disciplinaria con mi representante, como advertencia, antes de una expulsión. Mi pobre madre ya tiene muchos problemas. Si no hubiera sido porque ella le rogó de rodillas al director, yo ya habría sido expulsada por una falta que ni siquiera cometí. En ese momento, aunque me presenté ante el director y le conté mi versión de los hechos, mi voz no fue escuchada. ¡Apuesto que se debe sentir bien estar sentado en tu despacho y mirarlo todo de forma arrogante, con complejo de dios! Viejo que ni se le para, ya hacía décadas que tenías que retirarte, junto con tu seguramente diminuto cacahuate. Desde tu silla no fuiste capaz de escuchar mis palabras, solo porque eran insignificantes excusas, pero a mi madre si le escuchaste cuando te besó los zapatos, le hablaste desde arriba, con toda tu superioridad ¡Aaah!»
«Es mejor dejar el pasado atrás, después de todo, no volverá a pasar, si lo puedo evitar. Cuando las circunstancias no puedan ser cambiadas, soy yo quien se debe adaptar. Me queda la esperanza que, dentro de poco, cuando cumpla veintiuno, voy a conseguir trabajo, dejar la escuela, ganar mucho dinero y pagar las deudas de mi madre, esas que dejó mi padre justo antes de caer preso. Como cajera en un supermercado o de mesera en un restaurante, me podría tomar unos cuantos años, pero una vez la familia ya no daba más dinero, ¡mi gran día se hará realidad! Mientras tanto y regresando al presente, mejor me voy levantando y arreglando antes que se me haga tarde para tomar el tren y verle a él».
Rebeka sacó lo que tenía en su boca, se volvió a voltear en la cama, desconecto su celular y al mirar la pantalla pronunció la hora que marcaban los pequeños números: Seis y quince de la mañana.
—¿Un día más o un día menos? —Junto a este tipo de pensamientos, se deslizó hasta el borde de la cama y recogió como pudo sus cabellos negros mientras se miraba los pezones endurecidos y los muslos descubiertos.
Su uniforme estaba bien acomodado sobre la pequeña silla en frente de la mesa y sin encender ninguna luz en el interior del cuarto, comenzó a vestirse en frente de la ventana con cortinas desgastadas. Siempre lo había hecho así, durmiera con ropa o sin ella, aun sabiendo que, si llegaba a encender cualquier bombilla sin antes cerrar las tapaderas, las personas que pasaban por la calle serían testigos de un acto de exposición indecente y no era que le incomodara mucho, pero, aunque estuviera en su propia casa, para las autoridades era un delito estar desnuda si un público sensible te podía ver.
Tras colar sus dos delgadas y esbeltas piernas por los agujeros de las bragas negras cuya tela podía translucir el color de su piel, levantó su torso desnudo para subirse la prenda. Luego tomó la siguiente pieza que se iba a poner, echó un vistazo fuera de su casa para ver cómo un sin número de individuos prefería pasar caminando por la acera del frente de una muy particular vivienda que parecían evitar.
No era porque la pintura de la casa estuviera cuarteada y desgastada o porque la hierba del jardín se mostrara seca, sino que las personas de la ciudad se movían de la casa al trabajo y del trabajo para la casa, día a día, sin parar. Ellos preferían no relacionarse con la “casa del asesino” que tanto había dado de qué hablar en la última década y media.
Rebeka tomó el sujetador del mismo color que sus bragas, se lo colocó a la altura del estómago luego lo giró sobre su torso, metió sus manos a través de los tirantes elásticos y se acomodó el busto dentro de las copas talla 'D'. El sostén no traslucía como lo hacía la braguita, pues era acolchado y bien firme, lo suficiente como para asegurarse que no se le saliera un seno en caso que tuviera que correr. Luego se puso las medias negras, que eran tan largas que pasaban sus rodillas. Prosiguió con la saya - falda - y por último se colocó la camisa con el sello de estudiante.
«Quién diría que esto es una ciudad cuando a primera vista luce como un hormiguero», pensó tras hacer una mueca agria con sus labios mientras terminaba de abotonarse la blusa. Tan pronto terminó de usar el pequeño baño que tenía a un lado de su cuarto, se cepilló los dientes, echó un discreto perfume detrás de sus orejas y en cada muñeca. Por último, tras peinarse mejor, se arregló los mechones de cabello que le tapaban el ojo derecho con un hermoso pasador de color azul, que tenía la forma de una discreta mariposa.
«Yo lo veo más como una colonia de ratas acaparadoras. Ninguna está conforme con lo que tiene. Persiguiendo la felicidad, terminan comiendo para no morir y defecando para no explotar en miles de pedazos. ¿Por qué la gente es tan ciega? Pero quién soy para hablar así, si aún no tengo la maestría de impedir que los problemas ajenos y la opinión de mí misma me afecte tanto como lo hace».
Una segunda alarma se hizo escuchar y el reloj dentro del teléfono ya marcaba las siete en punto. Ya vestida, bien perfumada y arreglada, Rebeka bajó las escaleras y salió por la puerta del frente sin siquiera desayunar, de todas maneras, no le daría tiempo.
Tras cerrar la desgastada puerta con llave, suspiró de forma honda y pensó: «Esta casa claramente necesita la mano de un hombre».
El lugar contaba con una entrada discreta, una reja a la altura del pecho de una persona promedio, dos muros a los lados y las demás extensiones de la cerca se encontraba cubiertas por muchas enredaderas descuidadas. El pasillo hacia el interior separaba dos jardines en los que habían florecido exuberantes rosas. Evidentemente, la maleza tenía más vida que las plantas ornamentales que estaban marchitas. La entrada poseía un portalito en donde se encontraban dos sillones lo suficientemente resistentes para permanecer a la intemperie, junto a una mesa de vidrio con una maceta vacía.
Luego de pasar por el pasillo que dividía al jardín en dos, Rebeka salió a la segunda puerta que colindaba con la calle. Cargaba una mochila llena de libros, libretas, documentos y otras cosas que una chica pudiera necesitar. Una vez pasada la reja, caminó en dirección a la estación de tren y se juntó con quienes se dirigían al mismo destino.
La multitud de personas siguió moviéndose tranquilamente hacia adelante e ignoraron completamente la presencia de la recién llegada. Trajes negros, ropa formal, zapatos de vestir, algunos con sombreros, otros con maletas, muchos con un vaso de café humeante del cual daban un sorbo de vez en cuando.
La luz en el horizonte aumentaba el brillo con el levantar del sol entre las nubes. Se veía imponente, alegre y soberbio, ya que no se disculpaba ni dejaba de ser lo que era ante los ojos cansados que ni siquiera se dignaron a saludarle.
«Nadie dice “buenos días”, no saludan ni se ríen, aun así, el sol no deja de brillar ni el tiempo se detiene», pensó Rebeka. «¿Esa es la solución para vivir una vida feliz? Dejar la hipocresía que muchos conocen, por educación y ser egoístas. Seguir adelante sin que te importe ser quién eres ni tener que disculparte por lo que haces o por cómo lo haces. Se dice tan fácil, pero en la práctica no lo es».
Desde la multitud se podía observar que ciertamente no existía mucha vida social, era un ambiente individualista de una zona urbana. Por supuesto, nadie diría buenos días, saludaría o se reiría, si no le representaba un beneficio propio.
«¿Acaso es posible seguir viviendo en un mundo tan solitario, en el que las pisadas suenan más que las palabras?» se preguntó, mientras escuchó a alguien llamándole.
—¡¡Presidenta!! Buenos días.
Eran las distinguibles palabras de un chico que resaltaban entre la lluvia de pisadas. Con ellas, el mundo se volvió más brillante, los colores se intensificaron y el olor se volvió más suave para la percepción de Rebeka.
«En un mundo donde nadie hace nada a menos que le resulte conveniente y quiera obtener algo, él me da los buenos días ¿Acaso no es obvio?», pensó, tras escapársele un latido del corazón. «Al menos ya pasamos la etapa en la que tan solo nos mirábamos en silencio. Una cosa es querer algo y resignarte a no tenerlo, otra cosa es querer algo y luchar por ello. Antes él no me hablaba, ahora muestra más iniciativa, a su manera, para mostrarme lo mucho que le gusto».
Bum-bum, bum, hizo el corazón de Rebeka, flechado dentro del pecho, tras aguantar la respiración, con tal de contrarrestar las palpitaciones.
«Bueno, la pregunta es diferente si le tengo a él ¿Quién iba a imaginar que en un sitio tan concurrido y sin color, de pronto, le escucharía llamándome? Mi madre diría que es el amor tocando a mi puerta… yo no lo creo», se decía, mientras que discretamente, se pasaba los cabellos detrás de oreja. «Bueno, me resigno a creerlo. No es que sea la primera vez que coincidimos camino a la escuela, porque atrasé mi salida de la casa para que este evento tan casual se diese lugar… ni que el bulto de sabanas a mi lado no fuera basado totalmente en él. Pero ¡que me llame incorrectamente con tanta confidencia y libertad hace que me irrite tanto!»
—Es ofensivo que aún no me llames por mi nombre, Omar —dijo Rebeka en voz alta, tratando de esconder la felicidad que sentía—. ¡Apura el paso que estamos a minutos de perder el tren y llegar tarde! —dijo con voz mandona.
«¡Aaah! Cuando se está enamorada a veces no se actúa de la mejor manera, lo sé. Rebeka, ya no eres una niña inmadura, tienes que actuar mejor con él. No obstante, ¿qué puedo decir en respuesta a cualquier pregunta de Omar? El sistema de transporte público funciona desde las tres de la madrugada, además, la escuela provee desayuno gratis a quienes llegan antes de las siete y cuarenta y cinco, mientras que las clases comienzan a las ocho. ¿Por qué, a pesar de ser la presidenta de la clase, tomo el tren que sale a las siete y treinta con la intención de llegar diez minutos antes de clases? Él podría ser capaz de preguntarme».
Por supuesto, él nunca entendería que, a pesar de tener los mismos uniformes, la diferencia de clase es obvia. ¿Cómo le digo que soy prácticamente la esclava de los profesores? Por más temprano que llegue, ellos tendrán una tarea lista para que les cumpla. También quiero evitar a los demás estudiantes que se burlan de mí, al punto de hacerme sentir enferma. Por otro lado, contarle mis problemas al chico que quiero, desahogarme y llorar sobre su hombro, sería desagradable y digno de lástima. Además, los hombres son notorios por buscar fáciles y rápidas soluciones a los problemas que se les cuentan, sin siquiera llegar a escuchar o ponerse en el lugar de quien habla. No vale la pena.
«Es contradictorio que me quieran echar, pues también soy la presidenta. Pero ese es el punto, no es que sea una alumna ejemplar desde el principio, sino que los profesores quieren exigir de mí cosas que no puedo dar, hasta que cometa un error y puedan botarme, con la justificación de que incumplí con sus expectativas».
«¿Porque simplemente no te quejas con el director o dices que estás saturada de trabajos? Si dejas que te traten así, es porque tú lo permites».
«¿No, Omar, las cosas no son tan simples? No puedo rehusarme a hacer las tareas ni trabajos que me mandan y si lo hiciera, seguramente aparecería el director con un acta de renuncia voluntaria. Los demás profesores pondrían a mis padres como los responsables de engendrar a una hija tan problemática, poco confiable y delincuente. Es más, estoy segura de que ellos pueden expulsarme en cualquier momento y se salvarían de cualquier acusación en su contra, por semejante acto de injusticia».
Temiendo que surgieran ese tipo de preguntas, Rebeka, con su mente abarrotada por preocupaciones y el estómago hambriento, siguió caminando sin molestarse en continuar algún tipo de conversación con el chico.
Un paso tras otro, con sus zapatillas de tacón negro, ella avanzaba sobre los ladrillos que componían una calle concurrida. Tan solo alguien que fuera capaz de prestar atención a los pequeños detalles, se daría cuenta que los pasos de la chica fueron precedidos por el suave pisar de unos zapatos deportivos del mismo color.
«No obstante, tengo una razón, una muy buena. El mero hecho que en todo este tiempo él intenta acercarse a mí sin preguntar o indagar en mis problemas, le hace especial, le diferencia de tantos otros y de los demás. Soy yo, tal vez, la que le mantiene muy alejado con mi actitud agresiva».
Más calmada, Rebeka miró de reojo al chico que se le acercaba por detrás.
«Es entretenida la manera en la que actúa», pensó. «Puedo notar cómo me acecha dentro de la multitud. Todas las mañanas, después que me saluda, avanza y se desplaza, hasta que, en efecto, termina caminando a mi lado, a mi paso, tan juntos que parecemos una pareja. Tenemos las prendas de la academia, así que hacemos juego. Si alguien secretamente me tomara una foto con él, aquí, ahora, sería capaz de pegarla por todas las paredes de mi cuarto».
Reflexionando sobre la situación, Rebeka tembló de felicidad al ser una “pareja”, aunque fuese de forma no oficial y estuviera dispuesta a negarlo en voz alta un millón de veces. Con esta emoción, decidió voltear su rostro tan solo un poco más de lo que usualmente solía hacer y vio algo que no esperaba.
«Aaah, lleva su mano derecha fuera del bolsillo. Tal vez, ¡hoy podría ser el día! Si no, yo daré el primer paso, pero si por coincidencia, nuestras manos se juntan, ¡¡¡Aww!!! Se me acelera el corazón…».
Tac, tac, tac… Sonaban los pasos de ella.
Con sus manos aún más sueltas de lo normal, Rebeka se balanceaba de adelante hacia atrás, ni siquiera le preocupaba estar preparada por si una ráfaga de viento intentara levantarle la saya.
«Tan solo un roce… no te preocupes, voy a fingir que no lo sentí. Rozar mi mano con la tuya en esta mañana, alegrará el resto de mis días, te lo juro. Lee mis pensamientos, léeme el cuerpo. Oh, a pesar de tu apariencia y actitud holgazana, sé que eres aclamado como el más loco tomador de riesgos de los estudiantes del instituto… no me hagas seguir esperando, sé un hombre».
Detrás de ella, sonaban los pasos de él.
Cabellos cortos, descuidados y puntiagudos. Cuerpo alto, esbelto y musculoso. Llevaba una camisa blanca ajustada, con los dos primeros botones sueltos, el cuello subido, algo que escondía poco su físico atlético. Lucía un cinturón negro de una hebilla sencilla que combinaba con el pantalón y los zapatos. Entre su mano izquierda, dentro del bolsillo correspondiente y su cuerpo, sostenía una chaqueta de tela negra.
«Ahora que lo pienso, acaso esa es la mano con la que se toca cuando está a solas. Él usa la derecha para escribir, debe usarla también para tocarse. Por otro lado, yo utilicé mi mano izquierda anoche y durante esta mañana. Sería perfecto y a la vez mucho más que un toque, sería más como un contacto indirecto entre él y yo, entre nuestros sexos, así como es de especial respirar el mismo aire que él, ver lo que él ve. ¡Ahh!».
Ella necesitó controlarse para no salir corriendo, cubrirse el rostro y hasta casi morir de la vergüenza por tener semejante pensamiento en medio de una multitud. Rebeka se justificó con su episodio de autosatisfacción mañanera que tuvo que ser cortado justo después de empezar, por lo que decidió seguir actuando como si fuera una persona normal, libre de pensamientos indecentes. Pretender eso cuando aún estaba caliente, deseosa y necesitada de alguien que no amara a nadie más que no fuese ella, no era tarea fácil. Al menos no, cuando las mismas hormonas se le subían a la cabeza, al punto en el que era normal pensar en cosas inapropiadas. Tan raro como encontrarse mirando al cielo con la esperanza de ver una nube con forma de pene o no poder evitar elogiar a la naturaleza por proveer a la humanidad de pepinos y zanahorias cuando estaba en el supermercado e incluso mirar al interior de las ventanas de las casas con el deseo de ver casualmente a dos personas teniendo un momento de intimidad.
«¿A quién quiero engañar? Después de todo, si no estoy durmiendo o pensando en cosas morbosas, no puedo dejar de actuar con negatividad o sentirme deprimida». Mientras Rebeka estaba justificando sus pensamientos, las personas se intensificaron en número. Menos cautelosos que antes, quienes se sentían apurados procuraban situarse en la delantera y también se incrementó el número de quienes iban en dirección opuesta.
—El tren con destino al centro llegará en cinco minutos. Por favor sitúense detrás de la línea de abordaje —dijo la voz distante de una operadora—.
«¡El tiempo pasa rápido cuando se está fantaseando! Quisiera que pasara igual de rápido cuando estoy en la escuela», Rebeka pudo ver los rostros horrorizados de quienes casi corrían con pasos fuertes y respiraciones entrecortadas en dirección a la estación, tan pronto escucharon al altavoz hablar.